Los viernes, siempre puntual y en una rutina embrutecedora, se las veía caminar hacia la iglesia. Madre e hija como un árbol y su brote mal formado, se paraban en la acera, la una, saludando amigablemente y haciendo las paradas de rigor con los vecinos, la otra, sonriendo con su carita rosada y babeante, enganchada del brazo delgado y nervudo de la madre.
Varias veces las encontré en la calle, vivían cerca y había
hecho de sus visitas a la iglesia el sentido de sus vidas,
con las que la madre trataba de llenar espacios afectivos, de
llevarle la contraria al tiempo; de ganarle el pulso a esa vida que tan
desatenta había sido con ella.Nada le hizo imaginar en sus años de señorita de buena y
reconocida familia, que el matrimonio, esa unión sagrada y bendecida por Dios,
como decía su madre, daría esos frutos amargos que se pudren antes de llegar a
madurar.
Al principio, recién nacida la pequeña, todo el tiempo se
le iba en arrullarla y vestirla con la cantidad enorme de ropita que le había
tejido durante el tiempo que duró el embarazo, y como no quiso saber el sexo de
la criatura, ni muchos detalles de la gestación, sólo sentir el corazón
galopante en las visitas medicas, tenia ropitas mínimas de todos los colores.
Con las semanas los ojos se le fueron achinando, y solo se
veían en los escasos ratos en que permanecía despierta. Dormía y dormía como un
animal pequeño, hundida entre los almohadones blancos y las sábanas ribeteadas
de encajes y cintas de seda.Cuando su pasividad y sus miradas perdidas ya no pudieron
pasar desapercibidas, se instaló en la casa un silencio pesado. Marido y mujer
se esquivaban en los ratos que pasaban juntos.
Un día el padre pidió traslado hacia el interior, y se lo
concedieron. Ella se negó a seguirlo, argumentando que la niña necesitaba los
cuidados médicos que solo en la capital se podían encontrar. Entonces se
separaron. La casa se volvió inmensa. Pensó que solo una disciplinada rutina
podría ayudarla. Acudió a su devoción mariana, aquella que había visto implementar
a su madre en los momentos difíciles. En la iglesia y rodeada de imágenes
familiares desde la infancia, pensaba que el desastre de su vida tendría
sentido algún día. Alguien en el más allá, reivindicaría por ella sus horas de
desvelos y su habitual frustración, y por eso, se alejaba asustada como un gato
escaldado de las horas peligrosas, en que sola y frente a sí misma, pensaba en
el sinsentido de las cosas, mientras en la televisión pasaban La Casa de la
Pradera en la programación habitual de la tarde.
Imágenes tomadas de la red