Entre 1957 al 59, Gabriel Garcia Márquez
vivió intermitentemente en la ciudad de Caracas. Llegó desde Paris, donde había
sido corresponsal del diario El
Espectador, de Colombia, que había tenido que cerrar por motivos políticos, después de que ascendiera al poder
por medio de un golpe de estado, el general Gustavo Rojas Pinilla. Sin dinero y
sin trabajo, a la deriva en esa hermosa ciudad, tuvo que aceptar el trabajo de cantante en un bar, para poder
pagar el hotelucho donde vivía y para mal comer. Su amigo y también escritor, Plinio
Apuleyo enterado de sus avatares en París, le propone venir a Caracas, para
trabajar en la revista Venezuela Gráfica. En esta ciudad, donde el amigo es
director de la revista Momento, disfruta de una Venezuela próspera que recibe
un gran flujo de emigrantes europeos y americanos en busca de todo tipo de
trabajo. Se hospeda en una pensión de San Bernardino, y en el 57, aunque echa
de menos a Mercedes, su eterna novia colombiana, sale, pasea y se divierte,
para después recordar en Cuando era feliz
e indocumentado.
También vivió la caída del
dictador Pérez Jiménez el día 23 de Enero de 1958. Desde el balcón en la casa
de su amigo Plinio, ven partir el avión llamado la Vaca Sagrada que lleva al dictador
a su exilio de Santo Domingo. En estos
días intensos sus crónicas se multiplican, hablan de todo lo divino y humano,
porque todo le interesa. De Venezuela le
seducen los contrastes, fruto de haber pasado en poco tiempo, de su carácter
rural a un cosmopolitismo, debido a su recién descubierto petróleo. De su fino
olfato de periodista salen las crónicas que reflejan el latido de la ciudad,
que crece incansablemente y donde se
oyen todos los idiomas. Destaca de esta época, La infeliz Caracas, de la que tomo unos párrafos:
-¡Se alzó la aviación! – gritó.
En efecto, quince minutos después, la ciudad de abrió por completo en su estado
natural de literatura fantástica. Los caraqueños habían salido a las azoteas,
saludando con pañuelos de júbilo a los aviones de guerra y aplaudiendo de gozo
cuando veían caer las bombas sobre el Palacio de Miraflores, que para mí seguía
siendo el Castillo del Rey que Rabió. Tres meses después, Venezuela fue por
poco tiempo, pero de un modo inolvidable en mi vida, el país más libre del
mundo. Y yo fui un hombre feliz, tal vez porque nunca más desde entonces me
volvieron a ocurrir tantas cosas definitivas por primera vez en un solo año: me
casé para siempre, viví una revolución de carne y hueso, tuve una dirección
fija, me quedé tres horas encerrado en un ascensor con una mujer bella, escribí
mi mejor cuento para un concurso que no gané, definí para siempre mi concepción
de la literatura y sus relaciones secretas con el periodismo, manejé el primer
automóvil y sufrí un accidente dos minutos después, y adquirí una claridad
política que habría de llevarme doce años más tarde a ingresar en un partido de
Venezuela.
Tal vez por eso, una de las hermosas frustraciones de mi vida es no haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal.Me gusta su gente a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de la vida. Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del Ávila al atardecer.Pero el prodigio mayor de Caracas es que en medio del hierro y el asfalto y los embotellamientos de transito que siguen siendo uno solo y siempre el mismo desde hace 20 años, la ciudad conserva todavía en su corazón la nostalgia del campo. Hay tardes de sol primaveral en que se oyen más las chicharras que los carros, y uno duerme en el piso número quince de un rascacielos de vidrio soñando con el canto de las ranas y el pistón de los grillos, y se despierta en unas albas atronadoras, pero todavía purificadas por los cobres de un gallo. Es el revés de los cuentos de hadas: la feliz Caracas.
Imágenes y texto tomados de Internet
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