martes, 4 de noviembre de 2014

LUGARES DE LECTURA




Cada uno de nosotros tenemos un lugar favorito para leer. Entregarnos al placer de conocer nuevas vidas, investigar, vivir historias a las que jamás tendríamos acceso si no fuese por la lectura. Tendemos a  combinar la lectura con el lugar,  como si se tratase de un conjunto de ropa y zapatos, no se puede leer poesía en el metro o un sesudo ensayo, estos,  los guardamos para lugares silenciosos, apartados. La poesía mejor si se lee al caer la tarde, cuando anochece,  su lenguaje críptico se abre a nosotros en un efecto  amplificado que nos lleva a la introspección. A propósito decía Margarita Duras, “Raras veces leo en playas o jardines, no se puede leer con dos luces al mismo tiempo, la luz del día y la del libro. Hay que leer con luz eléctrica, la habitación a oscuras, sólo la página iluminada”.


 Descubrí a los clásicos rusos a los 14 años, en un verano de la ciudad de Valencia. La biblioteca de mi tío era envidiable, había variedad y cada libro en su santo lugar.  En las tardes, después de comer, en la obligada sienta, Ana Karenina fue mi compañera en las horas  más calurosas del aquel verano. Aprendí con ella,  que los grandes amores podían ser tan valiosos como la propia vida, pero que antes convenía endurecer un poco el corazón.  Dostoievski,  me alertó de ciertas  pasiones desatadas, que sustituyen amores y pueden llegar a  controlar nuestras vidas.




De todos los medios de transporte el tren es el que más invita a la lectura. “La mejor ocasión para leer un buen relato elegante es un viaje solitario en tren. Rodeado de desconocidos y con un paisaje que no nos es familiar al otro lado de la ventanilla(al que se echa una ojeada de cuando en cuando) la vida atractiva y complicada que surge de las páginas impresas posee matices propios, peculiares y duraderos”,  contaba el escritor inglés, Alan Sillitoe. En ciudades ajenas, donde nada  pertenece a la memoria,  la soledad de los hoteles,  también es mitigada por la lectura nocturna. Rodeado de muebles, olores y texturas que no son familiares, el libro conocido es el  mejor compañero en las noches blancas.

Mi padre prefería su sillón negro con  dibujos chinos de la sala. Su cabeza blanca sobresalía del respaldo y yo aprovechaba su quietud y embelesamiento por la lectura, para peinarle tratando de organizar a mi manera sus cabellos. El sonreía zambulléndose más en la lectura.





La escritora francesa Colette se refugiaba en su cuarto y en las noches para leer. Durante  el día, en  el jardín familiar de la casa de Chatillón, relee una y otra vez Los Miserables de Víctor Hugo. Ama desaforadamente a Jean Valjean, su bondad le sirve de contraste con las rudas maneras de su padre militar, curtido en mil batallas y cuyo desamor  la lleva a buscar la protección del libro. Para Henry Miller, siempre tan peculiar, el baño era un magnifico lugar de encuentro con el libro. “Mis mejores lecturas las he hecho en el baño. Hay personajes de Ulises que solo  se pueden leer en el retrete, si se le quiere extraer todo el sabor al contenido.”. También para Marcel Proust era el sitio “para todas mis ocupaciones que requieran una soledad sacrosanta: lectura, ensoñaciones, lágrimas y placer sensual”.

 Por mi parte, yo sigo fiel a la cama, el lugar de mis primeros encuentros con los libros,  espacio de reuniones y placeres. En la noche, cuentos, con luz directa sobre el libro, para soñar  antes de dormir. Con la claridad del día, cuando el tiempo lo permite, leo y releo, tratando de comprender la quinta pata del gato,  de este enigma que llamamos vida.


Una historia de la lectura, de Alberto Manguel


Imágenes tomadas de la red
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