Cada uno de nosotros tenemos un lugar favorito para leer. Entregarnos
al placer de conocer nuevas vidas, investigar, vivir historias a las que jamás
tendríamos acceso si no fuese por la lectura. Tendemos a combinar la lectura con el lugar, como si se tratase de un conjunto de ropa y
zapatos, no se puede leer poesía en el metro o un sesudo ensayo, estos, los guardamos para lugares silenciosos,
apartados. La poesía mejor si se lee al caer la tarde, cuando anochece, su lenguaje críptico se abre a nosotros en un
efecto amplificado que nos lleva a la
introspección. A propósito decía Margarita Duras, “Raras veces leo en playas o jardines, no se puede leer con dos luces al
mismo tiempo, la luz del día y la del libro. Hay que leer con luz eléctrica, la
habitación a oscuras, sólo la página iluminada”.
Descubrí a los clásicos rusos a los 14 años, en un verano de la ciudad
de Valencia. La biblioteca de mi tío era envidiable, había variedad y cada
libro en su santo lugar. En las tardes,
después de comer, en la obligada sienta, Ana Karenina fue mi compañera en las
horas más calurosas del aquel verano. Aprendí con ella, que los grandes
amores podían ser tan valiosos como la propia vida, pero que antes convenía
endurecer un poco el corazón. Dostoievski,
me alertó de ciertas pasiones desatadas, que sustituyen amores y
pueden llegar a controlar nuestras vidas.
De todos los medios de transporte el tren es el que más invita a la
lectura. “La mejor ocasión para leer un
buen relato elegante es un viaje solitario en tren. Rodeado de desconocidos y
con un paisaje que no nos es familiar al otro lado de la ventanilla(al que se
echa una ojeada de cuando en cuando) la vida atractiva y complicada que surge
de las páginas impresas posee matices propios, peculiares y duraderos”, contaba el escritor inglés, Alan Sillitoe. En
ciudades ajenas, donde nada pertenece a
la memoria, la soledad de los
hoteles, también es mitigada por la
lectura nocturna. Rodeado de muebles, olores y texturas que no son familiares,
el libro conocido es el mejor compañero
en las noches blancas.
Mi padre prefería su sillón negro con
dibujos chinos de la sala. Su cabeza blanca sobresalía del respaldo y yo
aprovechaba su quietud y embelesamiento por la lectura, para peinarle tratando
de organizar a mi manera sus cabellos. El sonreía zambulléndose más en la
lectura.
La escritora francesa Colette se refugiaba en su cuarto y en las noches
para leer. Durante el día, en el jardín familiar de la casa de Chatillón, relee
una y otra vez Los Miserables de Víctor Hugo. Ama desaforadamente a Jean Valjean,
su bondad le sirve de contraste con las rudas maneras de su padre militar,
curtido en mil batallas y cuyo desamor la
lleva a buscar la protección del libro. Para Henry Miller, siempre tan
peculiar, el baño era un magnifico lugar de encuentro con el libro. “Mis mejores lecturas las he hecho en el
baño. Hay personajes de Ulises que solo
se pueden leer en el retrete, si se le quiere extraer todo el sabor al
contenido.”. También para Marcel Proust era el sitio “para todas mis ocupaciones que requieran una soledad sacrosanta:
lectura, ensoñaciones, lágrimas y placer sensual”.
Por mi parte, yo sigo fiel a la
cama, el lugar de mis primeros encuentros con los libros, espacio de reuniones y placeres. En la noche,
cuentos, con luz directa sobre el libro, para soñar antes de dormir. Con la claridad del día,
cuando el tiempo lo permite, leo y releo, tratando de comprender la quinta pata
del gato, de este enigma que llamamos
vida.
Una historia de la lectura, de Alberto Manguel
Imágenes tomadas de la red