martes, 31 de julio de 2012

AMANECERES



Cada ciudad como cada quien, tiene una manera personal y única de despertarse, de amanecer y descubrir el nuevo día. En la primavera, ese cruce de caminos entre los fríos rigurosos de invierno y los tórridos veranos, surgen las ciudades perezosas, que entre bostezos y nuevos sonidos, va perfilando las siluetas de los edificios. Los ruidos y las voces que la acompañarán al menos, durante las horas de luz, y que a lo largo del día, se multiplican en progresiones geométricas incalculables. 

Madrid, siempre fue de amaneceres lentos, perezosos, propios del que se acuesta tarde y el sueño pegado aun a la piel, le impide moverse con agilidad. Los gorriones y los mirlos, comienzan con sus rutinas habituales de cantos y graznidos, ajenos a otros despertares. De las bocas del metro, van saliendo hombres y mujeres cansados, porque han visto crecer la noche, mientras conversan animadamente en las terrazas. En la mañana, las sillas duermen apiladas en simétricos montones, mientras el barrendero aprovecha la quietud de la hora para ejercer su mando.

 En el barrio romano del Trastevere, por su proximidad al mar y la cercanía a las aguas del rio Tiber, se oyen las gaviotas inquietas por los trasiegos entre la tierra y el agua que mana en Roma por cualquier parte, en las grandes fontanas y en las pequeñas y familiares fuentes de chorros abiertos, a todo el que quiera refrescarse de sus calores pegajosos. Café latte caliente, caras amistosas y bulla en las mesas, todos hablan al tiempo, pero no importa el no oírse, se siente uno bien.

 La gran metrópolis de París nos despierta en esos días, entre lluvia fina y voces quedas. Recuerdo a Jaques Dutronc y su canción "París se reveille”, donde cuenta el Paris que él conoce bien y pasea, cuando se acuesta a las 5 de la mañana.Cuando cansancio de los amantes termina con los sueños, mientras en los cafés, se limpian con fruición sus vidrios para que el parisino siempre “voyeur” del paso de los otros, pueda recrearse y abstraerse en una contemplación que olvida al dialogo. Cafés pequeños y coloridos, en todas las esquinas, de todos los formatos. Terrazas bien dispuestas en filas de mesas y asientos, como las de los cines o cualquier espectáculo, que invitan a ver y dejarse ver, no al dialogo entre los que las comparten.

 Mientras la ciudad amanece, en los hoteles siempre fríos e impersonales se arropan las soledades, y los turistas se preparan para el recorrido exhaustivo y cansino que nos hará recorrer los lugares señalados por todos de que" hay que ver", dejando poco tiempo y espacio para aquellos lugares que se van encontrando en el camino: una plaza pequeña que no nos lleva a ninguna parte, un banco a la sombra fresca de un castaño.

 Las ciudades se asemejan en sus despertares, son las mismas somnolencias que las ponen en marcha y los mismos desvelos al terminar el día, mientras el turista ajeno a estos afanes “va de su corazón a sus asuntos” con las pupilas repletas de imágenes queriendo apresar el tiempo en la memoria, siempre inasible haciéndose pasado.
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