En un armario de madera de pino que hicimos hace muchos años, y arropados entre platos y tazas, guardo los vasos. Son de vidrio, de todos los formatos y de todos los grosores. Son los restos que fueron quedando de juegos que fuimos comprando. En sus buenos días, formaban familias de 6 u 8 miembros bien constituidas. Unos se fueron rompiendo y otros astillando, quizás quedaron los más fuertes, o los que tuvieron más suerte entre el festival de cacharros que a veces se organiza en el fregadero. Los sobrevivientes al agua escurridiza de jabón y a las manos presurosas, han formado su propia parentela. Pequeños y pesados, largos y ligeros, trasparentes como la luz, opacos como la niebla.
Entre ellos, en un rincón por falta de uso, uno amarillo, de plástico con asa, fue el de Isabel por muchos años. Rodó por todas las mesas, y rebotó por los pisos. Contuvo leche achocolatada, jugos dulces de todos los colores; sus babas finas e irrompibles como hilos de araña. Generalmente son las últimas piezas que pongo en la mesa, las cuido más por su fragilidad comprobada. Los vasos son importantes, contienen líquidos vitales y otros, que nos quitan los pesares desatando nuestra lengua. Líquidos cuyos átomos se emulsionan y se hacen espesos buscando texturas nuevas. Fueron hechos para todos los tamaños de manos, sus bordes redondos y suaves nunca cortaron mis labios.
El vaso de vidrio, por su transparencia, es delator de su contenido. Hace que nos asomemos a ese pequeño mar con fondo, donde nadan las burbujas y se ahogan las penas.
Imagen de Elena Gualtierotti |
Para los niños, el vaso representa todo un desafío, que les hace indagar y buscar en ellos, lo que aún no se les ha perdido. Por eso, se los damos de materiales opacos, irrompibles, esperando que sus manos crezcan, y aprendan que la fragilidad no tiene alas salvadoras, y que la gravedad, como otro misterio más de la tierra, reclama siempre lo que le pertenece. La taza es un competidor a tener en cuenta por el vaso. De constitución más ancha y cómoda, resiste altas temperaturas, pero lo que la hace interesante, es esa predisposición suya ante la vida, para esperar en jarras, cualquier cosa que le venga encima. La vida social del vaso es intensa, es el utensilio con el que tenemos más contacto durante el día. Está presente durante el desayuno, almuerzo y cena, también entre las horas que vagan sin quehaceres por el blanco reloj. A pesar de su sociabilidad, creo que el vaso es un solitario en esencia. Así como la taza generalmente se acompaña del plato, el tenedor del cuchillo, y la olla de la tapa, él es como el hombre que no quiere compromiso con nadie, que coquetea y seduce a todo el que puede, pero que al final, termina la fiesta sintiéndose vacío y utilizado.
Con el tiempo he llegado a valorar más todo lo que es dúctil y transformable. Me asombra ver los materiales de masas opacas y estáticas volverse fluidos, que se deslizan plácidamente, como si ese hubiera sido su estado primitivo. Por eso me gusta el vidrio y sus formas cambiantes.
El agua, creo que es el líquido que más se identifica con el vaso. Los dos transparentan, dejando que la mirada traspase sus materiales, pudiendo buscar mas allá de lo que no es encontrado en ellos. No condicionan, y se muestran con la pureza de lo genuino, y la vulnerabilidad de lo que se sabe fácilmente susceptible a los cambios. Pero también, con la fortaleza del que está claro con lo que es: materia siempre en proceso de transformación.