miércoles, 7 de diciembre de 2022

Un anti cuento de Navidad

 

                                     






 

Me llamo María y dicen que soy la madre de Dios. Apenas sé de mis orígenes, ni de la casta que provengo. Sólo sé que me endilgaron este papel, el cual yo no pedí y desde entonces, no tengo vida propia. Soy, en tanto soy la madre de Jesús. Yo era una muchacha sencilla, Nazaret de Galilea era mi pueblo. Mi vida era como la de cualquier muchacha; hilar, cuidar el rebaño, buscar agua.

Mis padres Joaquín y Ana, cuidaban de su pequeño rebaño y de apenas unos acres de tierra seca, casi baldía, a la que riegan principalmente con sudor y saliva. La comida escasea entre nosotros, igual que las palabras. Un día tras otro. Un día tras otro. Aun así, soy joven, mi carne bulle ciertos días al mes, igual que la olla de mi madre al fuego de las astillas. Mi hermana entra y sale más que yo, es mayor y tiene la habilidad de no contradecir nunca a nadie y hacer lo que le place. Yo no. No sé oponerme a las corrientes que de aguas claras y menos, a las de aguas turbias.

Por eso caí. Por eso me eligieron a mí y no a ella. Me casaron con José el carpintero, también de Nazaret. Un hombre bueno, de corazón de cedro. Yo con 14 años y con un cuerpo que apenas empezaba a formarse, en las redondeces y oscuridades de la mujer. Tuve que quedarme en la casa de mis padres por un año, esperando a José. Así lo mandaban los jerarcas cuando la mujer aún no había conocido varón. Al año, José vino a llevarme a su hogar de adobe y piedra.

 Siempre los tuve miedo. Se acercaron a mí, sigilosos, sonrientes, pero en sus ojos no veía la claridad que veía en los de José. Eran otra cosa. Nos empezaron a organizar la vida. Tú por aquí José, y tú por allá María. Poco supe ya de mis padres, de las orillas del rio, de los cantos con mis amigas. Mis días pasaban entre fuegos donde preparaba los alimentos y las idas y venidas por agua, porque aquel año fue, un año de sequía insistente.

Un día llegaron ataviados con relucientes trajes, con coloridos turbantes y anillos en cada uno de sus gruesos dedos. Me dijeron que daría a luz un varón y que lo llamaría Jesús. Pensé que pasaría de ser la hija de Joaquín, a ser la madre de Jesús. No supe que decir, pero me alegré, quería tener hijos, para no ser repudiada por la familia de José. Y así ocurrió. Al tiempo fuimos dos corazones latiendo bajo una misma piel. Me puse lenta y torpe, y fue por aquellos días cuando confirmé que yo, ya no me pertenecía. Me sentía ajena en mi cuerpo, en mis días. José callaba, bajaba la cabeza y evitaba mi mirada siempre interrogante. En los últimos días de mi preñez, tuvimos que salir de Nazaret, hacia Belén. Corrían malos tiempos donde el poder de un solo hombre, Herodes, temeroso de perder su dominio, había decidido matar a todos los menores de 2 años. Y en ese camino di a luz. Mi hijo nació completo. De ojos negros y piel amarronada.

 Su infancia pasó como un sueño, del que despiertas sin apenas recuerdos. Solo hice lo que me pidieron, lo que me mandaron; lo que se esperaba de mí.

Como yo, él tampoco fue dueño de si, había nacido para un destino, para un proyecto. Y cumplimos, los dos cumplimos con un mandato que aún no había sido escrito. Él fue Dios y yo, fui su Madre.

miércoles, 27 de julio de 2022

VIAJES

 











El corazón necesita ausencias para alimentar el deseo, palabras del  poeta  Gonzalo Arango, y sí, estoy de acuerdo. Cuando uno regresa a un país que hace tiempo que no veía, observa que sus geografías han cambiado. Las personas que lo habitan, el tamaño de los lugares por los que uno anduvo; calles, edificios, fuentes, esquinas…, todo cobra una dimensión real, no la dimensión del recuerdo a la que damos formas y volúmenes a nuestro antojo y conveniencia.

 Los hombres cambian y hacen cambiar las geografías,  las va adaptando a sus necesidades del momento. Y uno cuando vuelve las encuentra, muchas veces irreconocibles, quizás no tanto por los cambios que hayan sufrido, más bien, porque  siente que ya no pertenece a esos espacios.  No ha sido testigo de sus cambios, como cuando los niños crecen sin remedio, y el día que los vuelves a ver, sientes la extrañeza de lo conocido trasformado. 




Así mi Madrid. Ciudad de extremos, estepas y secarrales que llaman al fuego en  los calores inclementes. Vientos cortantes de labios y manos en los inviernos que parecieran nunca acabar. Primaveras que van desapareciendo, otoños  que se dejan seducir rápidamente por el invierno. A veces, he buscado por las aceras de Madrid las vetustas fuentes de agua fresca, donde bebíamos encantados, mientras nuestro padre, apretaba con fuerza el botón que daba paso al agua y nosotros, niños aún, hacíamos vasitos con las cuencas de nuestras manos.

Sentada en un banco de piedra en  la Plaza de Cibeles, vi pasar varias Españas,  en forma de ejecutivos de trajes oscuros y pantalones apretados, quinceañeras con minifaldas de vértigo, que hacían las delicias de los caballeros, turistas de todo tipo y pelaje buscando la consabida foto de la fuente detrás  de ellos; señoras encopetadas a la salida de las visitas guiadas de los museos, turistas extraviados y a punto de ser engullidos por el cemento y los demás viandantes, manifestaciones coloridas de sindicatos que terminaban en los bares de la zona para refrescarse; señoras y señores, flaneur sin oficio ni beneficio, que recorren Madrid como si buscaran entre sus calles aquello que un día fueron y ya no encuentran  entre sus cosas más queridas y cercanas.




 La fauna y la flora de las grandes ciudades  se complementan, entre ellas existe una simbiosis de sobrevivencia, mientras exista la una, existirá la otra; se alimentan de la misma raíz. La población envejecida contempla el pasar del tiempo, no entienden muy bien los cambios que suceden a su alrededor. La revolución tecnológica con sus mil variantes, las pandemias con la incomunicación y soledades que conllevan. Los cambios climáticos que amenazan con acabar con las primaveras y los otoños, las estaciones que por su falta de definición proporcionaban mucho juego a la imaginación; todos ellos como pequeños ejércitos bien armados, van socavando el diario presente,  sembrando raras y oscuras yerbas.

Sólo las piedras de los palacios y conventos, parecen indiferentes a todos los cambios. Las cigüeñas lo saben muy bien, por eso hacen sus nidos, crían sus polluelos y los inician en el arte de volar sin red. Desde su dureza y altivez, contemplan el paso del tiempo sin miedo, sin el desasosiego que nos produce a todos los que de alguna manera, tenemos el sol a nuestras espaldas. De niños, dentro de sus rincones nos desaparecíamos en los juegos de " te esconderás y no te encontraran". Entre sus puertas y jardines alguna vez nos perdimos indolentes y tranquilos a sus consecuencias. Las piedras seguirán ahí, nos sobrepasaran calladas y frías cumpliendo su cometido, conscientes del quehacer encomendado.

Andar por los lugares ya recorridos en el pasado, conlleva riesgos, decepciones y  pequeñas alegrías  que se materializan a la vuelta de cualquier esquina. Conviene llevar los ojos bien abiertos y el corazón adormilado.


Fotografías tomadas de la Red

viernes, 18 de marzo de 2022

Volver a empezar


                                           







                                                           VOLVER A EMPEZAR



 Hoy viernes 18 de Marzo del 2022 vuelvo a escribir en este blog. Es mucho lo que ha llovido desde entonces. Dos libros publicados, Mujeres en su tinta y Después de la siesta, colaboraciones en antologías y revistas y de nuevo, siento las mismas ganas de escribir que cuando lo abrí por primera vez. No se me pasan. No se estar sin leer  o escribir, es algo congénito en mi. Me crie entre libros, mejor dicho, entre los restos de la librería familiar que hubo en un tiempo. Primero en Sevilla, en un pueblito famoso por los polvorones Estepa, y después en Madrid. Ni la una ni la otra prosperaron, yo era pequeña, mis padres Maestros Nacionales con 6 hijos y mucho que atender. La posguerra apretaba demasiado los cinturones de todos los españolitos que venían al mundo, te guarde Dios, decía mi querido Machado. Tiempos de sobrevivencia principalmente. Y no se porque siento que vuelvo a entrar en un circulo ya vivido. La misma sobrevivencia del más apto, del que mejor sepa bailar al son que toquen; del que de su mal haga virtud, como decía mi madre. La pandemia nos puso a prueba a todos. Se cambiaron las prioridades, la salud y la investigación de repente empezó a cobrar una importancia que mi generación no había vivido. Un microscópico bicho nos puso a temblar a todos. Nos tuvimos que reiniciar. Plantearnos la vida de nuevo, mirar al planeta con otros ojos, porque este, había alzado la voz y empezaba a dar muestras de hartazgo y cabreo. Las distopias se hacían realidad. Tierra abonada para profetas y locos. Tiempos de blancos y negros, la paleta cromática apenas se utiliza. Parece que todos estamos contra todos. Pareciera que tenemos que volver a empezar desde el principio, lo poco o mucho que logramos aprender, se nos olvidó o no sirve ya. La revolución tecnológica, la que tocó a mi generación, no hay quien la pare, o te montas en ese tren, o te quedas como Penélope, sentadita en la estación. Son demasiadas cosas que aprender, que cambiar, que pensar. Hay que volver a empezar.

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