CRÓNICAS DE MÉXICO
El
barrio de Coyoacán, en la ciudad de México, fue a principios del siglo pasado
una zona de albergue para artistas y gentes que buscaban lugares donde el
crecimiento de la gran ciudad, no se los tragara vivos. Zona de casitas bajas,
cada una a su aire y con la impronta de sus dueños, pero que no obstante,
guardan una cierta armonía en el lugar. Hoy, esta casa pintada de azul y
naranja, siempre tiene colas de gentes en la puerta.
La casa en sus orígenes fue adquirida por el padre de Frida en 1904 y después, paso a ser de la pareja que la fueron adaptando y acondicionando a sus necesidades y gustos. La casa azul por la que se conoce este lugar, representa el útero que cobijó a Frida, desde su nacimiento hasta su muerte. Allí vivió toda su vida rodeada de sus objetos de arte, sus libros, pinceles y muñecas. Cada rincón de la casa trasmite vida y pasión aún hoy al contemplarlo. Toda su vida se guarda entre esas paredes y jardines que poco a poco fueron anexando a la casa. Su pasión por la vida se conserva intacta, su historia de amor y dolor con Diego Rivera se encuentra en cada recámara, al igual que su historia de amor y dolor con la vida.
El
espacio de la cocina es grande, luminoso, con utensilios para cocinar con fuego
de leña, a ella le gustaba cocinar a la antigua usanza, utilizando maderas y
carbones. Las alacenas guardan copas, vasos y platos trabajadas por artesanos
que fueron amigos y conocidos de la pareja. Lugar vivido y disfrutado, que generó
vida y placer a sus dueños.
El
sol entra por las altas ventanas e ilumina el estudio que Diego mandó construir
para ella. Su caballete móvil y adaptable
a la altura que ella necesitara, ocupa un gran espacio en la habitación.
Sus libros sobre política y arte, se guardan tras los cristales de la
biblioteca como si apenas ayer, hubieran sido utilizados.
Cerca, su alcoba de noche y su alcoba de día. En
la de noche, angosta, cómoda y coqueta, no hay señales de dolor, sólo de sueños
y placeres. Una colcha blanca, tejida por manos de hadas, cubre el lecho;
provoca su blancura y la redondez de sus formas. La alcoba para el día
impresiona. Duele ver esos aparatos construidos y diseñados para mitigar su
dolor, su imposibilidad de movimientos, su desespero ante la vida que pasa y a
la que ella va dejando de pertenecer. Su madre mandó poner un espejo en el
techo del caballete instalado en la
cama, desde allí, Frida, pinta su autorretrato una y otra vez. No hay una sola
sonrisa en ellos, solo una mirada desafiante, frontal; unos ojos en pie de
guerra.
Afuera, el verde del jardín refresca el
ambiente de la casa. La piedra volcánica y el negro de su suelo cubierto de
yerba, me ofrecen un respiro. Han pasado
las horas y el sol cobija con esa tibieza del invierno.
Imágenes tomadas de la red
Imágenes tomadas de la red