El corazón necesita ausencias para alimentar el deseo, palabras del poeta Gonzalo Arango, y sí, estoy de acuerdo. Cuando uno regresa a un país que hace tiempo que no veía, observa que sus geografías han cambiado. Las personas que lo habitan, el tamaño de los lugares por los que uno anduvo; calles, edificios, fuentes, esquinas…, todo cobra una dimensión real, no la dimensión del recuerdo a la que damos formas y volúmenes a nuestro antojo y conveniencia.
Los hombres cambian y hacen cambiar las geografías, las va adaptando a sus necesidades del momento. Y uno cuando vuelve las encuentra, muchas veces irreconocibles, quizás no tanto por los cambios que hayan sufrido, más bien, porque siente que ya no pertenece a esos espacios. No ha sido testigo de sus cambios, como cuando los niños crecen sin remedio, y el día que los vuelves a ver, sientes la extrañeza de lo conocido trasformado.
Así mi Madrid. Ciudad de extremos, estepas y secarrales que llaman al fuego en los calores inclementes. Vientos cortantes de labios y manos en los inviernos que parecieran nunca acabar. Primaveras que van desapareciendo, otoños que se dejan seducir rápidamente por el invierno. A veces, he buscado por las aceras de Madrid las vetustas fuentes de agua fresca, donde bebíamos encantados, mientras nuestro padre, apretaba con fuerza el botón que daba paso al agua y nosotros, niños aún, hacíamos vasitos con las cuencas de nuestras manos.
Sentada en un banco de piedra en la Plaza de Cibeles, vi pasar varias Españas, en forma de ejecutivos de trajes oscuros y pantalones apretados, quinceañeras con minifaldas de vértigo, que hacían las delicias de los caballeros, turistas de todo tipo y pelaje buscando la consabida foto de la fuente detrás de ellos; señoras encopetadas a la salida de las visitas guiadas de los museos, turistas extraviados y a punto de ser engullidos por el cemento y los demás viandantes, manifestaciones coloridas de sindicatos que terminaban en los bares de la zona para refrescarse; señoras y señores, flaneur sin oficio ni beneficio, que recorren Madrid como si buscaran entre sus calles aquello que un día fueron y ya no encuentran entre sus cosas más queridas y cercanas.
La fauna y la flora de las grandes ciudades se complementan, entre ellas existe una simbiosis de sobrevivencia, mientras exista la una, existirá la otra; se alimentan de la misma raíz. La población envejecida contempla el pasar del tiempo, no entienden muy bien los cambios que suceden a su alrededor. La revolución tecnológica con sus mil variantes, las pandemias con la incomunicación y soledades que conllevan. Los cambios climáticos que amenazan con acabar con las primaveras y los otoños, las estaciones que por su falta de definición proporcionaban mucho juego a la imaginación; todos ellos como pequeños ejércitos bien armados, van socavando el diario presente, sembrando raras y oscuras yerbas.
Sólo las piedras de los palacios y conventos, parecen
indiferentes a todos los cambios. Las cigüeñas lo saben muy bien, por eso hacen
sus nidos, crían sus polluelos y los inician en el arte de volar sin red. Desde
su dureza y altivez, contemplan el paso del tiempo sin miedo, sin el
desasosiego que nos produce a todos los que de alguna manera, tenemos el sol a
nuestras espaldas. De niños, dentro de sus rincones nos desaparecíamos en los
juegos de " te esconderás y no te encontraran". Entre sus puertas y jardines alguna
vez nos perdimos indolentes y tranquilos a sus consecuencias. Las piedras
seguirán ahí, nos sobrepasaran calladas y frías cumpliendo su cometido,
conscientes del quehacer encomendado.
Andar por los lugares ya recorridos en el pasado, conlleva riesgos, decepciones y pequeñas alegrías que se materializan a la vuelta de cualquier esquina. Conviene llevar los ojos bien abiertos y el corazón adormilado.
Fotografías tomadas de la Red