lunes, 25 de febrero de 2013

DESPUES DE LA SIESTA





Para Carmen, mi hermana


 Recuerdo que aquella tarde, amodorrada por la oscuridad del cuarto, luchaba para no dormirme. Nada peor para un niño que la siesta, el reposo cuando no hay cansancio, y el mundo entero está por descubrir. Afuera, no se oían los murmullos de las palabras extranjeras y entrecortadas por los chirridos metálicos del telefunken. Creo que mi padre había salido, a lo mejor se había cansado de tratar de sintonizar la BBC de Londres, buscando noticias sobre Franco. Era su ritual, sentarse al lado de ese enorme radio lleno de teclas que se hundían facilitas. A mí solo me estaba permitido mirarlo sin tocar y observar a mi padre, en su empeño cotidiano, solitario y esperanzado de oír que “a la dictadura le queda poco”. En las noches el sonido era mejor, y el volumen se reducía al mínimo, porque “las paredes oyen” y el miedo agudiza los sentidos. Yo solo pensaba que al levantarme de la siesta, podría ver de cerca el vestido de sevillana rojo con volantes blancos. Estaba colgado en una percha de metal, en medio de la sala. Lo habían traído por la mañana y era el foco de atención desde entonces. Mi hermana no le quitaba los ojos de encima, parecía soñar al verlo. Mi madre sonreía, asomándose al futuro a través del encaje de los faralaos. También estaban en la sala un baúl enorme verde oscuro, lleno de clavos y de cerraduras mágicas.





 A su alrededor y apiladas en santa paz, había sabanas de algodón bordadas, toallas gruesas, blusas de organdí y faldas de tubo, de esas que se ponía mi hermana cuando salía a pasear con sus novios. Y zapatos, muchos zapatos de tacón fino, puntiagudos, altos y desafiantes. Cuando ella salía, yo aprovechaba para zapatear por toda la casa, con mi pie pequeño que hacia doblarse asustado al zapato. Otra cosa muy diferente era las pinturas, inaccesibles, escondidas para mí, sobre todo el pintalabios y el colorete, frutas prohibidas del paraíso de los adultos que hacían mis delicias.






 Algo se avecinaba y yo no podía entender por qué la casa ardía en preparaciones, visitas, compras y revuelos. Mis padres decían que el futuro estaba en América y yo al oírlos, pensaba en viejos barcos a vela, mujeres hermosas y piratas buenos, que cruzaban el océano entre días soleados y noches estrelladas. Las mujeres hablaban de los inventos americanos como el nylon y las medias sin costura, y mi padre, de los avances de la televisión y en general del gran nivel de vida que por aquellas tierras había. El billete ya estaba comprado, de Madrid a Vigo, y allí un barco de la Transatlántica Española hasta el puerto de la Guaira, en Venezuela. De 10 a 14 días de navegación daban para mucho. Iría sola en el viaje, pero encomendada a todos los santos y patrones, y allá la esperaba la madrina. Ellas serian las primeras en explorar esas tierras lejanas de las que tanto se hablaba. Carmen era guapa, decidida y había terminado la carrera de magisterio; le iría bien. El viaje y sus alrededores nos quitaron el sueño por mucho tiempo.





 Allá en el nuevo país, se necesitaba mano de obra, mientras crecía como un adolescente y todo estaba por hacerse. De la construcción y la vialidad se encargaban los italianos, así como la sastrería y las tiendas de calzado. Los portugueses, generalmente de la isla de Madeira, tenían el monopolio de panaderías y viveros. Los españoles, especialmente canarios, de la siembra en los fértiles valles, de restaurantes, bares y comercio de víveres en general. Los alemanes, construyeron un poblado para ellos solos en las montañas que recordaban sus paisajes de Baviera; los árabes y judíos el negocio de telas y joyería. Y así, cada extranjero enseguida prendía como una planta nueva en tierra fértil. En los procesos de emigración en Latinoamérica se dieron bajo una característica especial, que Uslar Pietri llamaba “el injerto”, cuando la nueva cultura se mezcla con la autóctona y produce un fruto nuevo que tiene vida y características propias, con elementos de las dos culturas fundidas y amalgamadas en sus raíces.





 La vida continúo para todos. Los pequeños haciéndonos mayores y los mayores preparándose para marcharse. Había demasiadas tierras prometidas, demasiados cantos de sirena que atender. El mundo era inmenso, tan grande como decían los libros y las enciclopedias que había en la casa. Y así, a través del tiempo, se fueron creando nuevas biografías, las ausencias se fueron tejiendo con el quehacer diario y con el convencimiento que da la ley de la vida, que solo quita lo que nunca nos perteneció realmente.

Imágenes tomadas de la red.
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