Inevitable en estas fechas, como el turrón y las
almendras, me pongo nostálgica cuando se
pasean por mi memoria aquellos personajes y acontecimientos que me acompañaron
durante la infancia. Leyendo las Memorias de Terenci Moix, mitad recuerdo,
mitad fantasía, encontré este pasaje sobre las visitas que me hizo recordar
aquellas que nos hacían familiares y amigos, y las que hacia mi madre, conmigo
de compañía. Me recuerdo sentadita en una silla, mis pies colgando y mi madre con su
locuacidad habitual, relatando cualquier episodio familiar, disfrutando un
montón, mientras yo me aburría con solemnidad de niña educada. Me agrada saber
que para otros niños, también estas visitas pasaron a pertenecer al archivo
personal de su memoria, y como yo, las vieron asombrados, con ojos y oídos bien
abiertos, escuchando las conversaciones de los mayores, incomprensibles muchas
veces, misteriosas otras, y casi siempre aburridas.
Por la mañana, el barrio se convertía en el feudo de las vecinas. Como
sea que los maridos partían en búsqueda del jornal y los adolescentes a la
escuela, sólo quedábamos los pequeñuelos o aquellos hombres, más escasos que se
ocupaban de los negocios radicados en el barrio. Quedaba el tendero, el
carnicero, los aprendices de pastelería, el quiosquero, es decir, los que a
causa de su trabajo perdían su condición masculina para convertirse en
prototipos. Pululando a su alrededor, en busca de sus servicios, el mujerío formaba
un guirigay alborotando, proclives al grito y al insulto. Cuando esto no ocurría
o cuando había pasado, las mujeres solían entregarse a un cotilleo inofensivo formando corros y corrillos que
llenaban las aceras de la calle y entre las cuales no era extraño localizar a
mi madre. Para ser exactos, pasó entre aquella congregación muchos años de
palique.
Por la tarde me encontraba
ante otro tipo de mujer. Eran las “visitas” como entonces se llamaban a un
curioso elenco de personajes, que se instalaban en los hogares a la hora del
café y no se largaban hasta que la más
decidida, entre las mujeres de la casa, anunciaba que ya era tiempo de preparar
la cena. Distinguiese de las vecinas normales porque solían llegar desde otros
barrios, mucho más cercanos al envidiado Ensanche que a nuestro Peso de la
Paja. Eran, por lo tanto, señoronas indiscutibles. Yo notaba en mis familiares
cambios de apreciación muy repentinos. Se mostraban amables y de excelente
humor mientras la visita estaba presente; pero, no bien cerraban la puerta tras
ella, la maldecían y aseguraban que el
próximo día pondrían la escaba boca abajo para que se marchase antes. Pero yo
seguía esperando con verdadero anhelo a las visitas que llegaban de barrios
altos y se parecían mucho a las damas que salían en los dibujos del dibujante
Freixas, con sus peinados altos Arriba España, las cejas cuidadosamente
depiladas, zapatos de tacón muy afilados y las uñas pintadas con brillo tan
rutilantes que dijeran se llamitas arracadas del fuego del infierno. Las
visitas recordaban a perfumes Maderas de Oriente, a colonia Maja, a bisutería fina
y a peletería de imitación…
Fotos de Catalá Roca, tomadas de la red
Memorias. El peso de la paja 1
El cine de los sábados
Terenci Moix