miércoles, 16 de febrero de 2011

DEVOCIÓN MARIANA


Los viernes, siempre puntual, y en una rutina embrutecedora, se las veía caminar hacia la iglesia. Madre e hija como un árbol y su brote mal formado, se paraban en la acera, la una, saludando amigablemente y haciendo las paradas de rigor con los vecinos, la otra, sonriendo con su carita rosada y babeante, enganchada del brazo delgado y nervudo de la madre.

Varias veces las encontré en la calle, vivían cerca y había hecho de sus visitas a la iglesia el sentido de sus vidas, con las  que la madre trataba de llenar espacios afectivos, de llevarle la contraria al tiempo; de ganarle el pulso a esa vida que tan desatenta había sido con ella.
Nada le hizo imaginar en sus años de señorita de buena y reconocida familia, que el matrimonio, esa unión sagrada y bendecida por Dios, como decía su madre, daría esos frutos amargos que se pudren antes de llegar a madurar.

Al principio, recién nacida la pequeña, todo el tiempo se le iba en arrullarla y vestirla con la cantidad enorme de ropita que le había tejido durante el tiempo que duró el embarazo, y como no quiso saber el sexo de la criatura, ni muchos detalles de la gestación, sólo sentir el corazón galopante en las visitas medicas, tenia ropitas mínimas de todos los colores.

Con las semanas los ojos se le fueron achinando, y solo se veían en los escasos ratos en que permanecía despierta. Dormía y dormía como un animal pequeño, hundida entre los almohadones blancos y las sábanas ribeteadas de encajes y cintas de seda.
Cuando su pasividad y sus miradas perdidas ya no pudieron pasar desapercibidas, se instaló en la casa un silencio pesado. Marido y mujer se esquivaban en los ratos que pasaban juntos.

Un día el padre pidió traslado hacia el interior, y se lo concedieron. Ella se negó a seguirlo, argumentando que la niña necesitaba los cuidados médicos que solo en la capital se podían encontrar. Entonces se separaron. La casa se volvió inmensa. Pensó que solo una disciplinada rutina podría ayudarla. Acudió a su devoción mariana, aquella que había visto implementar a su madre en los momentos difíciles. En la iglesia y rodeada de imágenes familiares desde la infancia, pensaba que el desastre de su vida tendría sentido algún día. Alguien en el mas allá, revindicaría por ella sus horas de desvelos y su habitual frustración, y por eso, se alejaba asustada como un gato escaldado de las horas peligrosas, en que sola y frente a si misma, pensaba en el sinsentido de la vida, mientras en la televisión pasaban La Casa de la Pradera en la programación habitual de la tarde.

4 comentarios:

  1. ¡¡Maravillosa historia María!!
    He conocido esa busqueda de consuelo y de tratar de entender los porques de determinadas cosas.
    No se puede narrar mejor.
    Un abrazo.

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  2. Gracias Mariant por tus palabras, te mando un fuerte abrazo.

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  3. Muy buen escrito, tenía tiempo sin entrar al blog. Recuerdo a estos personajes paseando por la calle hacia la iglesia.

    Un beso enorme!!!

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  4. En eso consiste el oficio de escribir, de hacer relatos, de inventarse historias posibles.
    Un beso enorme tambien para ti.

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