Me llamo María y dicen que soy la
madre de Dios. Apenas sé de mis orígenes, ni de la casta que provengo. Sólo sé
que me endilgaron este papel, el cual yo no pedí y desde entonces, no tengo
vida propia. Soy, en tanto soy la madre de Jesús. Yo era una muchacha sencilla,
Nazaret de Galilea era mi pueblo. Mi vida era como la de cualquier muchacha;
hilar, cuidar el rebaño, buscar agua.
Mis padres Joaquín y Ana, cuidaban de
su pequeño rebaño y de apenas unos acres de tierra seca, casi baldía, a la que
riegan principalmente con sudor y saliva. La comida escasea entre nosotros,
igual que las palabras. Un día tras otro. Un día tras otro. Aun así, soy joven,
mi carne bulle ciertos días al mes, igual que la olla de mi madre al fuego de
las astillas. Mi hermana entra y sale más que yo, es mayor y tiene la habilidad
de no contradecir nunca a nadie y hacer lo que le place. Yo no. No sé oponerme
a las corrientes que de aguas claras y menos, a las de aguas turbias.
Por eso caí. Por eso me eligieron a
mí y no a ella. Me casaron con José el carpintero, también de Nazaret. Un
hombre bueno, de corazón de cedro. Yo con 14 años y con un cuerpo que apenas
empezaba a formarse, en las redondeces y oscuridades de la mujer. Tuve que
quedarme en la casa de mis padres por un año, esperando a José. Así lo mandaban
los jerarcas cuando la mujer aún no había conocido varón. Al año, José vino a
llevarme a su hogar de adobe y piedra.
Siempre los tuve miedo. Se acercaron a mí,
sigilosos, sonrientes, pero en sus ojos no veía la claridad que veía en los de
José. Eran otra cosa. Nos empezaron a organizar la vida. Tú por aquí José, y tú
por allá María. Poco supe ya de mis padres, de las orillas del rio, de los
cantos con mis amigas. Mis días pasaban entre fuegos donde preparaba los
alimentos y las idas y venidas por agua, porque aquel año fue, un año de sequía
insistente.
Un día llegaron ataviados con
relucientes trajes, con coloridos turbantes y anillos en cada uno de sus
gruesos dedos. Me dijeron que daría a luz un varón y que lo llamaría Jesús.
Pensé que pasaría de ser la hija de Joaquín, a ser la madre de Jesús. No supe
que decir, pero me alegré, quería tener hijos, para no ser repudiada por la
familia de José. Y así ocurrió. Al tiempo fuimos dos corazones latiendo bajo
una misma piel. Me puse lenta y torpe, y fue por aquellos días cuando confirmé
que yo, ya no me pertenecía. Me sentía ajena en mi cuerpo, en mis días. José
callaba, bajaba la cabeza y evitaba mi mirada siempre interrogante. En los
últimos días de mi preñez, tuvimos que salir de Nazaret, hacia Belén. Corrían
malos tiempos donde el poder de un solo hombre, Herodes, temeroso de perder su
dominio, había decidido matar a todos los menores de 2 años. Y en ese camino di
a luz. Mi hijo nació completo. De ojos negros y piel amarronada.
Su infancia pasó como un sueño, del que
despiertas sin apenas recuerdos. Solo hice lo que me pidieron, lo que me
mandaron; lo que se esperaba de mí.
Como yo, él tampoco fue dueño de si,
había nacido para un destino, para un proyecto. Y cumplimos, los dos cumplimos
con un mandato que aún no había sido escrito. Él fue Dios y yo, fui su Madre.